Hace pocos días me tocó, por pura
casualidad, sentarme a conversar con una pareja de caraqueños que se conocieron
en Londres, se casaron allá y tienen la extraña suerte de estar muy bien
empleados, viviendo con toda tranquilidad en la que yo creo es una de las ciudades más vibrantes del mundo.
Él se fue hace cuatro años contratado por la empresa con la que trabajaba, que
cerró operaciones en Venezuela, mudó a casi toda su plantilla para Panamá unos
y Colombia otros y, meses más tarde, decidió llevarse para sus oficinas
europeas a algunos de esos afortunados. En el camino, (el camino es el Canal de
Panamá) la conoció a ella, que estaba en Panamá tratando de terminar un
doctorado en Educación, se enamoraron y
ya van por un par de gemelos y toda la felicidad de este mundo. En algún momento de la conversa les pregunté
por sus planes de futuro (es decir, si se ven de nuevo cenando en Las Mercedes)
y él me cerró la boca diciéndome que le gustaría que Venezuela volviera a ser
una opción para vivir; pero, por ahora, ni se lo piensan. Sus padres – ella es
hija única – los extrañan montones, pero duermen la noche completa detrás de
las pesadas rejas de su apartamento Merideño.
Un poco antes de ese encuentro,
conocí la historia de Adelaida: después de muchos años como odontólogo en su
propia clínica de Maracay, un día lo vendió todo, agarró sus tres hijos y se
instaló en Delaware (una ciudad cercana a New York) porque allá tenía una
comadre dispuesta a echarle una mano
para sacarla de debajo de los escombros de un matrimonio que supera toda
la infelicidad imaginable. A Adelaida la
cosa no le ha resultado fácil. Ha sido vendedora de seguros, ayudante de una
vendedora de casas, lavadora de automóviles y, sin que nadie lo sepa en Maracay,
alguna casa ha limpiado. Consiguió residencial legal en USA gracias a una
figura cada vez más popular entre los venezolanos de allá: el asilo político –
ni idea de con que argumentos – y ha recibido, por su condición de asilada,
bastante ayuda del gobierno norteamericano, pero no ha podido – o no ha querido
– hacer una reválida que la convierta en dentista gringa y para su desgracia,
no se ha puesto las pilas con el lenguaje. No sabe si tendrá algún día el
guáramo que necesita para un futuro mejor, sólo que cada vez que se le olvida
echarle candado a la puerta de su casa e igual amanecen todos sin nada que
contar, Maracay se le antoja un punto muy lejano en el desierto de sus afectos.
Martin y Eduardo se emocionaron con la bulla enorme que el matrimonio igualitario anda haciendo en toda Europa y se fueron a vivir a Ámsterdam, para poder darle “legalidad” a una relación que llevaba 6 años medio escondida en San Cristóbal. Ambos rasguñaron con avaricia cuanto centavo pudieron conseguir por ahí, lograron un cupo en una universidad Holandesa, se casaron nomás llegar y se están buscando la vida, literalmente. Tanto que, según supe por Facebook, hace algunos días les dieron un niño en adopción. Desconozco los detalles de los que se han valido para obtener estatus legal, pero supongo que lo tienen, si ya consiguieron hasta hacerse padres. Martin trabaja en una panadería desde las 5 de la mañana y va a clases en la noche y los fines de semana; Eduardo ha sido cajero en unos grandes almacenes, cuidador de ancianos en una casa geriátrica y profesor de inglés (que habla mejor que el español) pero siempre tiene que dejar el trabajo a la mitad porque necesita terminar de obtener su titulo. Hace poco hablamos, a propósito de su nueva paternidad y se confiesa feliz, preparando su minúsculo apartamento para recibir a las dos madres, que irán a acompañarlos por unos meses y ni siquiera piensan en la posibilidad de volver, ni por vacaciones, a San Cristóbal. ¿Para qué, me ha dicho, a hacer cola para echar gasolina racionada?
Son tres de las muchísimas historias de la estampida. Tres que ponen cara a algo que empieza a ser conversación de moda y objeto de una condena cada vez más difícil de entender. La mejor muestra de que, hace mucho rato, mas que una opción para volver, Venezuela se convierte con las horas en una para sobrevivir y todos tenemos derecho a inventarnos un futuro. Ni modo, aquí, el que esté libre de pecado que arroje el primer pasaporte.
Martin y Eduardo se emocionaron con la bulla enorme que el matrimonio igualitario anda haciendo en toda Europa y se fueron a vivir a Ámsterdam, para poder darle “legalidad” a una relación que llevaba 6 años medio escondida en San Cristóbal. Ambos rasguñaron con avaricia cuanto centavo pudieron conseguir por ahí, lograron un cupo en una universidad Holandesa, se casaron nomás llegar y se están buscando la vida, literalmente. Tanto que, según supe por Facebook, hace algunos días les dieron un niño en adopción. Desconozco los detalles de los que se han valido para obtener estatus legal, pero supongo que lo tienen, si ya consiguieron hasta hacerse padres. Martin trabaja en una panadería desde las 5 de la mañana y va a clases en la noche y los fines de semana; Eduardo ha sido cajero en unos grandes almacenes, cuidador de ancianos en una casa geriátrica y profesor de inglés (que habla mejor que el español) pero siempre tiene que dejar el trabajo a la mitad porque necesita terminar de obtener su titulo. Hace poco hablamos, a propósito de su nueva paternidad y se confiesa feliz, preparando su minúsculo apartamento para recibir a las dos madres, que irán a acompañarlos por unos meses y ni siquiera piensan en la posibilidad de volver, ni por vacaciones, a San Cristóbal. ¿Para qué, me ha dicho, a hacer cola para echar gasolina racionada?
Son tres de las muchísimas historias de la estampida. Tres que ponen cara a algo que empieza a ser conversación de moda y objeto de una condena cada vez más difícil de entender. La mejor muestra de que, hace mucho rato, mas que una opción para volver, Venezuela se convierte con las horas en una para sobrevivir y todos tenemos derecho a inventarnos un futuro. Ni modo, aquí, el que esté libre de pecado que arroje el primer pasaporte.
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