De pronto, en
la puerta de mi edificio me golpeó el ojo: Bluyines - una talla menos de lo que
le toca - cotica fucsia, cabello amarillo mal pintado, maquillaje espeso, color
en los ojos y boca, color en las mejillas, delineador negro aplicado con
destreza, bufanda de líneas coloridas en la que - por supuesto - abundaban el
fucsia y el azul; entre varios mas, un inmenso anillo de estrellitas de plástico
brillante que combinaba perfectamente con la gargantilla amenazante, las incontables pulseras, y los zarcillos.
Zapatos cerrados de altísimo tacón color de rosa, lógicamente. Al hombro, un
bolso de calidad artesanal, seguramente fabricado en algún curso de
manualidades, que a mí me pareció combinaba perfectamente con la bufanda. En el
talón, sin timidez ni vergüenza estética, la curita de rigor.
Entonces entendí
parte de eso que ando buscando desde hace años. Que los chistes de la
Venezolanidad se hacían verdad en mi cara. Sin pudor, sin clemencia. Ahí, en el
talón de una vecina que aun no debe haber cumplido 24 años, la tirita de plástico
antiséptico resumía en un instante 50 años de mal gusto e improvisaciones. 50 años
de yo-me-pongo-tacones-porque-soy-arrecha,
50 años de ponernos encima lo que nos provoque, lo que nos quede bien, lo que
nos quede mal; lo que sea, con tal que se parezca a lo que todos usan. 50 años
de ser las mujeres (y los hombres y las niñas y los niños y los transfors) más
hermosos del continente, creído a fuerza de oírselo decir a quien quiera que
nos haya regalado la fantasía
interminable de la noche tan linda como esta, el plumaje, el panque y las
lentejuelas boreales; como para tener algo más en que pensar cuando el
mediatismo exagerado en que vivimos nos ahoga. Si es que nos ahoga.
Tan sencillo
como la curita en el talón. Un prodigio de los tacones altísimos, el sueldo que
no alcanza nunca para buenas calidades y la piel que sufre de nuestras mujeres.
Mejor evitar la ampolla y ofender la estética, mejor creer que caminando
rapidito no se nota, antes que renunciar a ese derecho libérrimo de nuestras
mujeres a expresar la escurridiza libertad de hacer con su cuerpos lo que,
realmente, les dé la gana. Un sentido de
libertad chiquitito, que existe entre otros tantos que perdemos casi sin
notarlo. Una libertad que se agradece, que se antoja inviolable y eterna.
Respiré
aliviado. Entre tantas cosas que han cambiado en la ciudad que fue mía, alguna
cosa se mantiene imperturbable: desafía el calor que ahora nos agobia, desafía
el color que ahora nos enloquece, se enfrenta con certeza al tráfico imposible,
a las prisas universitarias, al tema diario del rebusque y la venta de esquina.
Entonces me sentí
feliz de verla. Le sonreí, me sonrió. Desde entonces me saluda a diario, desde
entonces escudriño sinceramente sus atuendos; tengo la certeza que bajo su colección
de bufandas coloridas, sus coticas de tiros, sus sostenes push up, sus jeans de todos colores apretados y desleídos, su joyería
exagerada y sus tetas de concurso, (operadas con lo que logró ahorrar de las
misiones) está la explicación que no consigo en ninguna otra parte. Anoche,
cuando la vi caminar apurada hacia el puesto de alquiler de teléfonos, empecé a
entender que su curita del talón es un símbolo de épocas ahora aborrecidas.
Por eso me
ha dado por volver a tener esperanzas.
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