Federico nunca se imaginó que terminaría dando clases en una
escuela de pobres. Ni en sus sueños más
rebuscados se vio parado frente a una veintena de adolescentes, tratando de
hacerles entender cosa alguna porque, para comenzar, el nunca se creyó con
habilidades para enseñarle nada a nadie.
Impaciente y malhumorado, El “Profesor Federico” ha pasado su vida viendo a quienes
se dedican a la enseñanza como seres especiales para quienes debe reservarse un
puesto en las alturas. Alguna vez fue invitado como ponente en algún taller y, lo más cerca que ha estado de
impartir enseñanzas formales, ha sido en algunos cursillos armados al amparo del rebusque,
además de unas horas enseñando español en los tiempos del exilio, por idénticas
razones; pero, una serie de casualidades lo han conducido a un salón de clases
en el que, a pesar de muchos pesares, se siente bastante a gusto.
Fede, como lo llama todo el mundo – alumnos incluidos – vivió
tan de prisa siempre que, por ejemplo, nunca terminó sus estudios universitarios.
Eso lo convierte en un hombre sin títulos formales, aunque de ninguna manera en un hombre sin preparación adecuada. Fundamentalmente, porque su inteligencia no
puede ponerse en duda. Es un tipo culto, lector incansable, que tiene una
especie de velocidad intuitiva para comprender muchas de las cosas que otras
personas, iguales a él, sólo captan después de meses de estudio. Sin
duda, sus alumnos son unos privilegiados que sacan lo mejor de su escaso buen
carácter y sus abundantes conocimientos. Hasta ahí, todo funciona de maravillas
para Fede. Hasta que hay que hablar de dinero. Tema que le molesta hasta lo
indecible.
A Fede, aunque sobren razones, nadie puede contratarlo como profesor en ningún sitio, y ¡oh paradojas de la vida! eso es justamente lo que él hace para ganarse la vida. La razón: No es Doctor de nada (mal que le pesa) y aunque lo fuera, no tiene licenciatura alguna en educación. Eso no es discutible. Ni él, ni nadie en su sano juicio puede pensar, ni por un minuto, en algo distinto a “la educación tiene que estar en manos de educadores”; pero, Fede y todos los que están en su sano juicio saben que esto no es Finlandia (ni remotamente); por eso entrar al espinoso tema de lo que estamos (des) haciendo con la educación y los educadores en el ex país del siglo XXI, a Fede (y a muchos otros) les da urticaria. Siendo hombre de varios talentos, está seguro que esta pasantía por los salones de clase va a terminar irremediablemente en algún mal momento. En el ínterin, tanto él como sus empleadores han conseguido una manera de beneficiar un grupo de alumnos con el buen hacer de este improvisado profesor: En su país, y a pesar de las gracias que lo adornan, al profesor hay que pagarle “debajo de la mesa” - como si fuera un inmigrante ilegal - es decir, ni es contratado por la escuela donde habita por 18 horas a la semana, ni tiene los beneficios que la ley reserva para quienes hacen parte de la “fuerza laboral de la educación venezolana” (por supuesto, no paga impuestos) Una amiga le hizo el favor de prestarle sus documentos para que, quincenalmente, un exiguo cheque se sume a los muchos otros tigres que mata mensualmente para redondear su arepa y la de sus dos hijos. Aunque demasiado serio para decretarlo así, las 18 horas que dedica a su escuelita de pobres, cada día tienen más cara de ser otro tigre más, con todo y sus consecuencias.
A partir de ahí, cualquier reflexión cabe. Federico lo sabe. Para empezar él se niega a inscribirse para cursar una licenciatura exprés en una Misión comunista. Aunque a cada rato piensa en que nunca es tarde para la toga y el birrete, también piensa que si va a estudiar, a estas alturas de su vida, lo va a hacer para aprender en serio. De lo que nadie tiene duda es que sus clases son amenas, divertidas, exigentes y aleccionadoras.
Hasta donde él y algunos otros entienden, de eso se trata la labor del educador. Lástima que la Venezuela del siglo XXI no está para entender sutilezas. Está para firmar diplomas y limosnas.
A Fede, aunque sobren razones, nadie puede contratarlo como profesor en ningún sitio, y ¡oh paradojas de la vida! eso es justamente lo que él hace para ganarse la vida. La razón: No es Doctor de nada (mal que le pesa) y aunque lo fuera, no tiene licenciatura alguna en educación. Eso no es discutible. Ni él, ni nadie en su sano juicio puede pensar, ni por un minuto, en algo distinto a “la educación tiene que estar en manos de educadores”; pero, Fede y todos los que están en su sano juicio saben que esto no es Finlandia (ni remotamente); por eso entrar al espinoso tema de lo que estamos (des) haciendo con la educación y los educadores en el ex país del siglo XXI, a Fede (y a muchos otros) les da urticaria. Siendo hombre de varios talentos, está seguro que esta pasantía por los salones de clase va a terminar irremediablemente en algún mal momento. En el ínterin, tanto él como sus empleadores han conseguido una manera de beneficiar un grupo de alumnos con el buen hacer de este improvisado profesor: En su país, y a pesar de las gracias que lo adornan, al profesor hay que pagarle “debajo de la mesa” - como si fuera un inmigrante ilegal - es decir, ni es contratado por la escuela donde habita por 18 horas a la semana, ni tiene los beneficios que la ley reserva para quienes hacen parte de la “fuerza laboral de la educación venezolana” (por supuesto, no paga impuestos) Una amiga le hizo el favor de prestarle sus documentos para que, quincenalmente, un exiguo cheque se sume a los muchos otros tigres que mata mensualmente para redondear su arepa y la de sus dos hijos. Aunque demasiado serio para decretarlo así, las 18 horas que dedica a su escuelita de pobres, cada día tienen más cara de ser otro tigre más, con todo y sus consecuencias.
A partir de ahí, cualquier reflexión cabe. Federico lo sabe. Para empezar él se niega a inscribirse para cursar una licenciatura exprés en una Misión comunista. Aunque a cada rato piensa en que nunca es tarde para la toga y el birrete, también piensa que si va a estudiar, a estas alturas de su vida, lo va a hacer para aprender en serio. De lo que nadie tiene duda es que sus clases son amenas, divertidas, exigentes y aleccionadoras.
Hasta donde él y algunos otros entienden, de eso se trata la labor del educador. Lástima que la Venezuela del siglo XXI no está para entender sutilezas. Está para firmar diplomas y limosnas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario