Aunque se habían dado ya los primeros pasos de un invento que probablemente habría cambiado el rumbo de los acontecimientos; yo no tenía, como la mayoría de las personas tampoco, acceso a ninguna otra red comunicacional distinta al teléfono y al muy famoso FAX. Para sentir que algo de modernidad había llegado a mi vida, un par de meses antes le regalé a mi mamá uno de esos aparatos, entonces considerados el no va más de las comunicaciones, para mantenernos al día en los chismes de la familia. Era habitual que al regresar de mis clases o de mi trabajo, una larga tira de papel estuviera guindando en el FAX que reposaba en la mesa de noche de mi habitación-apartamento de New York.
Esa noche no fue distinto, la perfecta caligrafía de mi mamá, sin embargo, estaba lejos de contarme cosas divertidas y había obviado el enternecedor, “me haces mucha falta” con que finalizaba la mayoría de sus misivas. Escrito al través, en un pedazo cualquiera de papel con letras grandes y gruesas hechas con marcador, el mensaje decía:
- “Hubo un golpe, estamos bien, llame cuando llegue. Dios nos ampare. Bendiciones, Su mama”
Tardé unos segundos en entender lo de "golpe". En New York era un poco más de la 1 de la madrugada y yo había pasado las últimas cuatro horas viendo la muy aclamada versión broadwayiana de Miss Saigon. Lo menos que podía esperar es que allá abajo, en el país que había dejado al mando de un tipo tan faramallero como CAP, se hubiera “roto el hilo constitucional”. Por eso, por primera vez puse a un lado el requerimiento de mi madre; en lugar de llamarla a ella, llamé al cónsul de Venezuela, al que había conocido recientemente gracias a su estrecha amistad con un buen amigo mío. No me atendió, por supuesto, pero la amable voz de una secretaria conocida, me urgió a irme al consulado. Entonces llamé a Mérida, mi mamá con una calma inusual, me contó lo poco que ella misma sabia: una intentona de golpe de estado amenazaba el empleo de su admirado Carlos Andrés Pérez, aunque ella aseguraba que la calma volvería a Miraflores de un momento a otro.
A pesar del frio intenso de Febrero, salí caminando en dirección al consulado. No debo haber tardado más de 15 minutos en llegar. Arriba, en los espacios que servían tanto de galería de arte como de sitio de encuentro para expatriados, un grupo no muy grande de paisanos, hablaban bajito y barajaban teorías (unas peores que otras) para tratar de explicar lo sucedido. Adentro, en las oficinas privadas del cónsul, todo el personal de la sede diplomática y algunos muy allegados amigos del gobierno, recibían noticias muy confusas. La misma secretaría con quien había hablado minutos antes por teléfono, me hizo pasar a esa oficina en el momento justo en que alguien notificaba, de manera casi oficial, que el gobierno del presidente Pérez había “caído”.
Lo siguiente que apareció fue una botella de whisky, de la que todos bebimos un trago apurado. Nadie podía creer lo que contaban y creo que eso sirvió para postergar su efecto. Por alguna extraña razón, los venezolanos que estábamos allí, creíamos escuchar en la acera de Saint Patrick, el ruido de botas bolcheviques arrasando con todo lo que nos definía. Uno a uno, fuimos saliendo de la oficina para tratar de descubrir si alguien conocía, aunque fuera de oídas, al tipo que había cometido el disparate de atentar contra el gobierno. En esa sala, apretada de gente con caras largas, nadie consideraba que las noticias eran buenas. Poco a poco entramos en calor de deudos. Las voces comenzaron a adquirir timbres de normalidad, alguien encendió un cigarrillo y una nueva botella de whisky empezó a circular, esta vez, con vasos, hielos y el más correcto descorche.
Creo que transcurrió una hora o un poco más, hasta que se corrió el rumor de que la insurrección había sido derrotada, que una sucesión de casualidades casi milagrosas, habían puesto a salvo a Pérez del primer gran escarnio de su vida. Lo confirmó una llamada del mismísimo Canciller de la Republica: por un pelito, el gobierno se había salvado del desbarranco pavoroso.
Vi algunos ojos aguados en la concurrencia, pero nadie tuvo la ocurrencia de cantar el himno ni invocar a Andrés Eloy Blanco. Como habíamos llegado, pero en grupos, fuimos saliendo a la helada madrugada Newyorquina. Alguien preguntó si sabíamos de algún bar cercano que estuviera abierto. Alguno más se disculpó con una excusa innecesaria. Casi nadie hablaba, y el que lo hacía soltaba algún comentario que apoyaba al gobierno y maldecía a los insurrectos.
Entonces me fui a mi casa. Al llegar, agarré una hoja cualquiera y escribí con el mismo trazo apurado del primer mensaje:
- Tranquila mami, ya se resolvió todo, el cónsul me acaba de avisar que se acabó el problema, que ganó CAP. Bendición. Juan Carlos.
Lo metí en el FAX, marqué el número y lo dejé ir, un segundo antes, alcance a pintar una carita feliz. Me serví un trago, me quité la ropa, caminé hasta la cama y apagué las luces en el camino. El ruido de un mensaje que entraba, me hizo ir hasta el FAX. Una hoja entraba, sin caritas felices y sin otro adorno que la línea con que mamá subrayaba su despedida:
- Dios lo oiga, Hijo, Dios Lo oiga…aquí todo está muy raro…Dios lo oiga…su mamá.
Hasta el día de hoy nunca he sabido si Dios me oyó, o si el fax que envié a mi madre en la madrugada del 4 de febrero de 1992, fue un mal chiste.
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