
En algún momento de mi adolescencia, o tal vez antes, empecé a escuchar el suyo entre los nombres favoritos de mi hogar. Si me ponen a hacer un gran esfuerzo tendría que admitir que no recuerdo con exactitud cuando su cara se volvió presencia permanente, ni cuando su cercanía tocó la casa y las cosas de la casa. Como sucede en esas familias que disfrutan adoptando hermanos y dejándose crecer a cuenta de afectos, Ella se hermanó a nosotros en algún momento que no logro ubicar en el tiempo.
Vino con mi hermana, y con ambas, tres sabores inolvidables: las famosas paledonias de su papá (compañeras de muchos exilios) el quesillo de piña y los envueltos de plátano de su mamá. Lo demás empezó a pergeñarse en el tiempo; en los primeros enfrentamientos familiares por el empecinado invento de una casa para niños necesitados o en las conversaciones sobre parajes desconocidos o estudios o carreras que revelaron, un día, lo mucho que habíamos crecido. La vida se ocupó de permitirme tender manteles y arreglar flores para verla casarse en una fiesta, bailada hasta el agotamiento, en esa casa que no era nuestra pero lo parecía mucho, y disfrutar por oídas de sus viajes y sus diplomas. En una oportunidad inesperada, dos niñas absolutamente principescas me saludaron correctamente a una edad en que eso es imposible y supe que eran sus hijas, para sentir regocijo de tío.
Hace dos años, una mala noticia estuvo apunto de mandar al traste toda esa vida que sólo sabía de alegrías. Así, como quien no quiere la cosa, mientras terminábamos de hacer compras de verduras, mi hermana me reveló que a esa hermana suya de la vida, le habían diagnosticado cáncer de seno.
Entonces me contó, entre fortalezas de esas que la vida enseña a tener, las largas esperas, los duros golpes a la vanidad y algunas otras penurias. Me lo dijo con ese optimismo invencible que a mi hermana nunca he visto flaquear. Pero le leí el miedo en la voz y la angustia en la carraspera de la garganta. Una de las niñas que ha sido su compañera en el viaje más hermoso de su vida, convertida en mujer al borde de la cincuentena, estaba enfrentando una mutilación y un miedo aterrador. Con ella estaban sus dos hijas impecables, el marido desconcertado y el ánimo interminable de una familia formada básicamente por enviadas del destino. Seguramente también las oraciones de un gentío, la comida inmejorable de la mejor cocinera del mundo y la fuerza de quienes la queremos porque si, aunque lo hagamos a distancia.
Ayer, me colé en el almuerzo de su cumpleaños. Ayer la abracé estrechamente y la note mas flaca; pero, ayer la volví a ver vestida de fiesta. Ayer, su cabello un poco más crespo y un poco más claro, no era el turbante de hace apenas unos meses. Ayer se sentó en una mesa conmigo y me volvió a contar que todavía tiene miedos, pero que apenas tiene tiempo para eso. Ayer no quedaban lágrimas de las muchas que derramó, ni cosa alguna que desafiara el buen ánimo de la tarde.
Ayer, una fiesta puso punto final a una historia que en palabras de su hija menor, fue un año devastador para todos. Por eso me pareció que el canto de cumpleaños sonó afinadamente optimista y que cuando ella, en voz muy baja acompañando el ritmo con sus palmas tímidas, cantaba para si, estaba cantándole a una fuerza que ninguno de los que estaba allí conoce. Una fuerza que debe ser idéntica a la libertad y a algo mucho más grande: Sobrevivir a punta de corazón y ganas.
Wuaoooooo Juan Carlos !!! felicitaciones por tan hermosa remembranza llena de sentimiento bonito y esperanza de vida, al leerla mil imágenes cruzaron por mi mente recordando la bella amistad-hermandad que une a nuestras familias con la cumpleañera... Abrazos para ti...
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