Llegue a la casa de mi madre entrada la
madrugada. En la habitación, que había sido
la mía en la adolescencia y se mantenía más o menos igual, a pesar de mis años viviendo fuera (quizás como
recordatorio de aquella gran verdad según la cual uno ha de tener un lugar al
que pueda volver siempre, aunque no regrese nunca) encima de la misma cama sin
cabecero en la que padecí mis primeros
sueños de amor, estaba la nota, escrita en
una hoja cualquiera de cuaderno, con la letra elegante de mi hermano Jorge Luis,
que decía: “Gordo, vamos a ser tíos”.
Estaba sólo en la penumbra de una habitación
en la que no podía hacer ruido. El resto de la familia dormía
plácidamente. A medida que mis ojos se
acostumbraban a la media luz, entendí, entre otras cosas, que me acababa de
perder la gran celebración. También, que me acababa de perder las lágrimas de
alegría de mamá, la - seguramente escandalosa - emoción de mi hermano menor y
que, por suerte, la vida familiar se extendía y festejaba a pesar de mis
ausencias, cada vez más largas.
Fue, como todo en mi familia, un embarazo
tribal del que participaron las hermanas de mi madre, los primos, los amigos de mi hermano y por
supuesto, los compinches de cada uno de nosotros, desde las trincheras de cada
uno de nosotros y que rompió aguas una madrugada de junio, mientras, otra vez,
yo estaba de fiesta. Después de muchos mensajes de mi madre en el contestador
de mi teléfono y con un ratón de horas, ese día a media tarde estaba yo cargando por vez primera a la
primogénita de la estirpe, sangre de mi sangre, para entender de una vez que es verdad que uno es capaz de dar su vida
por alguien.
La alegría de esas primeras horas duró muy
poco. Los primeros meses de su vida, la
niña (como la llamamos todos) los pasó entrando y saliendo de clínicas,
como otros niños de esa edad los pasan descubriendo sonajeros. La caterva de
tíos, desolados, llorábamos sin consuelo el dolor de ver una parte de nuestra
carne, atravesada por agujas y sueros en los retenes pediátricos de casi todos
los centros de salud de Mérida. La niña había nacido intolerante a la
lactosa y hacia gastroenteritis con mayor facilidad que pucheros. No se iba a morir de eso, lo sabemos ahora,
pero en ese momento, todas las fuerzas de aguante se pusieron a prueba y todos
los remedios salvadores se intentaron sin éxito. Ha quedado para el anecdotario
familiar, la cabra amarrada en el balcón para ser ordeñada algunas veces al
día, en un acto desesperado recomendado por alguna “experta” medica alternativa
que produjo la más grave de las estadías de nuestra niña en un centro hospitalario.
La niña, sencillamente no podía consumir ningún tipo
de leche, a riesgo de su vida.
En pocos días cumplirá 19 años. Ha ido por la vida seduciendo pizzeros para
que le preparen pizzas, (su comida favorita) sin queso y nunca un pretendiente,
de los muchos que su hermosa juventud le ha regalado, ha osado invitarla a
comer helados. En casa, si ella se sienta en la mesa, ni siquiera se piensa en ponerle
trocitos de queso duro a la crema de apio;
el café con leche no está entre sus múltiples manías alimentarias y
jamás, por ninguna razón, se ha ido a la cama con un vaso de leche tibia en las
manos.
Es una decisión propia, obligada por las
circunstancias. A la madre de la niña
nadie le prohibió nunca comprar los alimentos importados con los que fue criándola lentamente entre biberones y pediatras
que nunca fueron tildados de lacayos de nadie, aunque escribían récipes que
contenían la obligatoria necesidad de mover cielo y tierra para conseguir un
sucedáneo de leche infantil para darle a mi sobrina. Su intolerancia, afortunadamente, se asocia
sólo con los lácteos. Para todo lo demás, es tolerante hasta el dolor de cabeza
(de sus padres). Por eso ha superado con
honores los 19 años que lleva vividos en este ambiente enrarecido de cambios
que no llegan y prohibiciones absurdas. Para alegría nuestra, vive. Va a la
universidad, hace lo suyo y sueña con
ser madre joven, como cualquiera que a su edad decida darle salida a su
Susanita.
Lo que realmente lamentamos de esa parte del
cuento es que, de seguir como vamos, para poder mimar a los
hijos de la niña, habrá que tomar
aviones. Nadie augura - ni por un segundo - que ella pueda amamantar a sus hijos
y no será por no dañarse las tetas, ni por frivolidades imperializantes, será por salud, una palabra que en esta
tierra de (des) gracias, cada día significa menos.
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