La única vez que
estuve en el Campo de Carabobo en toda mi vida sucedió hace 42 años. Yo tenía
10 y mi papá, en su nunca reeditado
empeño por mostrarme alguno de los “altares
de la patria” inventó, muy para mi desgracia, un paseo para el Campo el
mismo día que se celebraba – en el más puro estilo bananero
– el sesquicentenario de la batalla que selló la Independencia patria.
Fue una ocasión familiar de las que uno guarda en su inconsciente más profundo,
no olvida nunca y evita contrastar hasta con los involucrados, que fueron
muchos: un buen número de primos, mi
hermano mayor (que, en silencio, empezó a deslastrarse del apellido ese mismo
dia) algunos de mis tíos y mi abuela Ofelia, en cuyo auto, un enorme Ford
Fairlane azul turquesa nos embutimos los niños más cercanos al afecto de mi
padre.
Me cuesta
decirlo; pero, de todas las oportunidades que mi familia tuvo para patentar un
neo concepto de disfuncionalidad rampante, esa no tuvo desperdicio; así que,
por puro pudor, no voy a entrar en
detalles. Baste con decir que salimos de Carabobo en un estado mucho más
ruinoso que las tropas que 192 años atrás corrieron tras los españoles
infamantes aniquilándolos, no se sabe cómo,
y que mi abuela tuvo que apelar a todo su histrionismo neo espartano, para
evitar lo que bien pudo haber sido una condena a cadena perpetua para mi padre,
venezolanamente borracho. El calor inhumano, el plástico de los asientos del
auto de mi abuela, la falta de comida, la monumental cola de automóviles que
cerró por completo cualquier posibilidad de regresar a la casa de El Trigal y
al abuelo principesco, son algunas de las razones que esgrimo para voltear los
ojos y secarme el sudor frio cada vez que en camino a la playa, por ejemplo, paso por un
lado del glorioso monumento. Fue horrible. Lo juro por este puñado de cruces.
Algunas de las poquísimas
oportunidades en que he tenido la leve curiosidad de visitar esos mismos altares
de la patria que mi papá quiso mostrarme
alguna vez, (esperen que un día les cuente lo de la Cueva del Guácharo….¡Jesús
Sacramentado!) el Campo de Carabobo es
una ráfaga de recuerdos tan feos, que rápidamente sale del itinerario.
Nunca más quise ver, ni por televisión,
ninguna de las epopeyas que, en nuestra vida republicana, han
escenificado en el sagrado recinto in
memorian ; pero, basta que uno haga planes definitivos en la vida para que
Dios estalle en carcajadas. El pasado 24 de Junio, (es decir, anteayer casi) en
pleno disfrute del día de no hacer nada, que aquí se conoce como día de
asueto, se me ocurrió averiguar en que
andaban los señores aquellos que no nos gobiernan pero se autoproclaman gobernantes
y…muéranse…estaban en el Campo de Carabobo reescribiendo la historia hacia su
lado más chimbo. Entonces empecé a
pedirle a Dios que ningún muchachito de 10 años haya tenido la mala suerte de
verse en lo que me había visto yo 42 años atrás. Twitter (inefable transmisor
de lo bueno, lo malo y lo feo) se ocupó
de ponerme al día y, poco antes de que terminaran las celebraciones de mi santo,
ya estaba enterado en detalle de las tropelías bolivarianas que se
escenificaron allí, donde aparentemente un puñado de venezolanos mal
pertrechados, dieron su vida por la libertad de la patria y el ideal megalómano
de un mantuano llamado Simón Bolívar, ahora puesto en duda, a juzgar por la
iconografía obsesiva de quienes siguen,
con el mismo fervor, a Sai Baba y al
difunto comandante supremo. Hubo de todo, como en botica, más alguna sorpresita insuperable, como las tetas erguidas de nuestra mujer
bolivariana, apenas cubiertas por una manito de témpera que no ocultaba los
pezones del deshonor. Y ojo, no tengo absolutamente nada en contra de un buen
par de tetas, es que me parece que deben mostrarse en donde deben mostrarse, a
menos que usted se llame Janet Jackson y listo.
Es posiblemente
un asunto de mala suerte. Carabobo siempre estará ligado a lo que no se hace y
quizás, al pésimo gusto heredado de ancestros ceremoniales caribes. Siempre será
un calorón y un chorro de sudor abierto desde el amanecer. Servirá, siempre,
para que gobernantes gordos y mal encarados
exhiban sus impudicias bajo la lana fría de trajes que uno no se pone en
el trópico, desde descapotables muestras de un poder que no llega a nadie.
Servirá, siempre, para que el imaginario se confunda de muertos y cambie de
rostros. Servirá para todo.
Incluso para que
peinar canas sea un acto cargado de traumas contra el abuso perpetrado por el
uniforme y para que dos presidentes en pugna, ninguno de los cuales ha sido legítimamente
favorecido por sus electores, echen un pulso, laven sus trapos sucios en
nuestras amplias ventanas y exhiban, sin vergüenza alguna, las tetas operadas
de sus mujeres sin conseguir disimular que, en la intimidad de las milicias
patrias, ni manda el que parece, ni el que manda ha conseguido la forma de
conjurar la herencia que le dejó el maluco de su padre.
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