La fama lo había puesto a salvo
del consultorio. Ya no necesitaba ganarse el dinero atendiendo muchachitas
desesperadas por el abandono de algún zángano de cerro, ni “señoras” que se
andaban buscando un problema. Se había librado también de los inciensos, ese
olor insoportable que le repugnaba. Había simplificado la escenografía sacada
de una mala película de brujos y vivía
con tranquilidad, de los ingresos que le brindaban su vestuario de lino blanco,
su labia inigualable y una suerte que, ni salía en las cartas, ni se parecía
remotamente a sus mejores sueños.
Rolando, su compañero de casa,
tenía el don. O algo así. Un buen día lo descubrió echando unas barajas
españolas a una de las vecinas y le pareció que servía para algo, sintió que la
señora, que llegó sufriendo por un
asunto de amores contrariados, salió de allí de buen humor. Entonces empezó a ponerle atención para tratar de entenderlo.
Nunca pudo, Rolando bromeaba diciéndole
que esa era una visión reservada para espíritus superiores, él se lo creía y
por eso se mantuvo - no del todo - al margen; hasta el día que, harto de escuchar barajas
que hablaban de calamidades, fue testigo de la única predicción que Rolando
atinó a medias: el incendio pavoroso, que sucedió el día que Jacinto estaba
tratando de embaucar a la novia de turno, hiriendo de gravedad a Rolando, quien
estuvo varios meses en recuperación y tuvo que mudarse de pueblo para calmar
las furias de la dueña de la casa achicharrada, que insistía en cobrársela como
si fuera un palacio.
Sin trabajo, sin casa y con
escasos centavos en el bolsillo, Jacinto hizo sus pinitos como “consejero
espiritual” entre la clientela apesadumbrada de Rolando. Se puso a hablar sin
parar, les hizo creer que tenía dones y se ganó los primeros almuerzos más o
menos dignos, en varios años de su vida.
Después consiguió un paquete de barajas españolas y apeló a su memoria para
saber cómo se repartían sobre la mesa cubierta con un fieltro rojo, que instaló
en el medio de su cuartico. Sin otro
talento que el arte de hacer sentir a sus clientes mucho mejor que en el
confesionario, Jacinto se hizo experto
en mal de amores, en amistades perdidas, en trucos para ahuyentar un mal de ojo
y sobre todo, en contarle a todo el que quisiera oírlo, su propia
interpretación de un futuro visionado con inteligencia, aunque no siempre con
certitud, a partir de rumores que él parecía leer antes que nadie. Fue una
especie de salvación para un negocio que, aunque contaba con suficientes seguidores,
pedía a gritos un verdadero golpe de la suerte esquiva que venía en sus
barajas. Lo consiguió, de pura casualidad, un día que llegó a la panadería del
barrio y alguien le pidió que le dijera la verdad sobre la salud del notable
enfermo, cuyos ires y venires a clínicas extranjeras tenían al país en ascuas.
Se aventuró con una explicación más o menos rocambolesca que improvisó mientras hablaba, recordando cosas
que acababa de leer en su computador y que repitió mezclándolas como si se la
estuvieran dictando los ángeles. El
pronóstico es malo, muy malo, les dijo y, sin saber de dónde, habló de los primeros días
de un mes del primer trimestre del año que venía - él mismo lo dijo - lleno de lutos y sinsabores.
Llegado el tercer mes del año próximo, empezó a pensar en un ardid salvador para justificar el pelón en sus predicciones; pero, un día, casi al final de la primera semana, escuchó algo que le hizo pensar que se cumpliría su vaticinio. De hoy no pasa, dijo, delante de alguien que salió y lo repitió diciendo que lo había dicho Jacinto. Eso bastó para que a su alrededor se formara un coro de dolientes en espera; entonces, casi al final del día, se supo la noticia y entre todos los que lloraban, Jacinto sintió un alivio sanador.
Jacinto gustaba recordar como ese día, por pura casualidad nació su fama. En su solitaria intimidad se repetía que todos salían ganando: es que esta gente no tiene santo en quien creer y yo necesito trabajo. Lo único que no entendía era porque había sido convertido en oráculo, porque ese simple comentario, hecho casi en chiste, le había transformado la vida a tal extremo. Cuando pensaba en eso, en la penumbra de la habitación del apartamento de pobre en que vivía, sentía un escalofrío que le recorría el cuerpo y una verdad que lo llenaba de miedo: Sus predicciones eran ciertas porque aparecían ante los ojos ciegos de una multitud dolorosamente esperanzada; apaleada...como perro sin amo.
Llegado el tercer mes del año próximo, empezó a pensar en un ardid salvador para justificar el pelón en sus predicciones; pero, un día, casi al final de la primera semana, escuchó algo que le hizo pensar que se cumpliría su vaticinio. De hoy no pasa, dijo, delante de alguien que salió y lo repitió diciendo que lo había dicho Jacinto. Eso bastó para que a su alrededor se formara un coro de dolientes en espera; entonces, casi al final del día, se supo la noticia y entre todos los que lloraban, Jacinto sintió un alivio sanador.
Jacinto gustaba recordar como ese día, por pura casualidad nació su fama. En su solitaria intimidad se repetía que todos salían ganando: es que esta gente no tiene santo en quien creer y yo necesito trabajo. Lo único que no entendía era porque había sido convertido en oráculo, porque ese simple comentario, hecho casi en chiste, le había transformado la vida a tal extremo. Cuando pensaba en eso, en la penumbra de la habitación del apartamento de pobre en que vivía, sentía un escalofrío que le recorría el cuerpo y una verdad que lo llenaba de miedo: Sus predicciones eran ciertas porque aparecían ante los ojos ciegos de una multitud dolorosamente esperanzada; apaleada...como perro sin amo.
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