
- Caramba Liendo, tu sabes que del medio de esta gente, salió tu padre?
Me lo dijo sin que yo lo preguntara. Me lo dijo, quizás, para recalcar la sensación de casta.
Deben andar entre los 75 y 80 años. Más o menos la edad que mis padres tendrían en este momento. La mayoría son abuelos o bisabuelos, la mayoría son padres de mis antiguos conocidos de infancia o de mis amigos de siempre. Aunque tengo el cabello tan blanco como ellos, me saludan con el afecto cercano que se guarda para los muchachos. Seguramente me cargaron cuando fui niño, o estuvieron por ahí para soplar las primeras velas de mis cumpleaños. Mi madre diría que son “gente de toda la vida”, a mí no se me ocurre otra manera de llamarlos. De muchas formas, han ido llenando nuestra vida con actos que luego han sido historia. De muchas maneras, con muchas ganas, han construido un país al que intentan mantener erguido, con el mismo esfuerzo que ponen en sus memorias desleídas y sus pasos vacilantes.
Son los amigos de mis padres. Son los viejos que se rascan la cabeza para tratar de recordar la palabra exacta con que definir lo que ven, que los horroriza tanto como a nosotros y aun más, pues los horroriza con pesar. Son los que enfrentaron la Seguridad Nacional de Pérez Jiménez, entre otras lindezas, y no alardean de ello. Los que modernizaron la Universidad, crearon cátedras, escribieron libros, inventaron formulas y posiblemente son responsables de un poquito de lo que hoy se conoce como pensamiento moderno. Simplemente, nunca dejaron de crear un espacio que todavia parezca porvenir, que trascienda lo oligarca y sus otros diez mil nombres y que, en caso de tener que ver con algo, tenga que ver con patria; si es que alguien todavía cree en ese concepto sin sentir un ramalazo de cursilería recorriéndole la espina dorsal cuando lo escucha. Una patria que ellos (y por eso yo apostaría mi vida) construyeron para nosotros y que, nosotros, hemos dejado perder del mismo modo irresponsable como perdimos el reloj de nuestra graduación o la cadenita del bautizo.
Se despidieron entre ellos con palmadas en los hombros o con abrazos. Con lentitud. Pero sin ayuda, encendieron sus autos y empezaron a salir, sacudiendo un adiós con la mano. Yo me había quedado recostado en la puerta para despedirlos. Juraría por Dios que me estremeció la pena. Que para ellos, quería lo mismo que había querido para mi padre, el día aquel que me habló de su enfermedad y a mi se me reventaron los ojos de llanto. Que hubiera querido para ellos, querencias donde el dolor sea el de la rara andadura por la vida. Otras certezas, otras noticias más libres y una eternidad de buenos cuentos.
Es una lastima que nunca nos pusimos de acuerdo en todo eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario