
(Andrés Eloy Blanco)
Guzman Blanco, ese señor medio anticlerical que está en la historia como uno de los presidentes a quienes podemos endilgarle parte de la locura de hoy, mandó derribar el templo de San Pablo, El Ermitaño, para construir en su lugar el Teatro Municipal. La Ermita, que albergaba la imagen que hoy se venera del Nazareno (apedillado “de San Pablo” por pertenencia eclesial) había sido construida, por decisión de los habitantes de la ciudad en 1580, para poner fin a una epidemia de viruela que diezmaba los hogares caraqueños de la época. Sobreviviente sin sobresaltos de terremotos, calamidades y azotes de la naturaleza; en 1876 se tropezó con la obra afrancesadora del Ilustre Americano y nada pudo salvarla de su suerte. Soportados todos los desastres naturales, no pudo de ningún modo, sobrevivir a un gobierno venezolano.
La noche de la inauguración del Teatro Municipal, Antonio Leocadio y su mujer Ana Teresa, presidian el estreno de Il Trovatore a cargo de la Compañía de Opera Italiana de Fortunato Corveia y en uno de los intermedios, El Nazareno se apareció al presidente. Sin miedos, como es costumbre en los santos, le increpó preguntándole
- ¿Qué has hecho con mi templo?
No era la primera vez que el santo hablaba. Años antes, había aparecido frente al artesano que terminaba de tallar su imagen, diciéndole con lágrimas de emoción “Donde me has visto que tan perfecto me has hecho”. Guzmán Blanco, entonces, dicen que por congraciarse tanto con el santo como con su esposa, mando construir el templo de Santa Ana y Santa Teresa (la esposa se llamaba Ana Teresa, agradezcamos pues al altísimo que no existían las Yusbelis ni las Yesenias) y allí en sitial de honor, fue ubicada la imagen más venerada de cualquier caraqueño que se precie.
Habían transcurrido tres siglos casi, del hecho más importante atribuido a la imagen: la célebre peste de escorbuto que diezmó Caracas en 1597, curada milagrosamente por los limones que cayeron al enredarse su corona de espinas, al pasar en procesión y estremecer una mata de limón que sobresalía frondosa de la tapia de una casa ubicada en la esquina de Miracielos.
Seguramente el Nazareno de San Pablo habrá tenido mucho que decir en sus muchos siglos de existencia. Seguramente también, pocos oídos “doctos” se han ubicado en sus cercanías para temerle un poco o hacerle algo de caso. No lo sabemos y no lo creo posible. Cada Martes Santo, las únicas aglomeraciones de gente que no tienen otro color que el morado de su túnica, abarrotan los alrededores de la Basílica de Santa Teresa en una vigilia que se extiende hasta el amanecer de su día sagrado: la más extraordinaria muestra de fervor religioso que conocemos y se extiende a cada rincón del país. Es lo más nuestro de una Semana Santa que se diluye indetenible en fervores de otro tipo. Es la gran esperanza de todos. Es la fe, ese opio de los pueblos que está empezando a ser posible, como única alternativa a dolores que no consiguen calma.
Hoy es su día de procesión, un manto de cinco mil orquídeas lo acompañará por las calles del centro de una Caracas deshecha por las balas que la cruzan de lado a lado. Ojala y en alguna esquina de la modernidad haya limones. O lo que sea, que sepa a reconciliacion y a poquito de PAZ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario