
No es fácil. Ni vivir ni explicarlo. Venezuela cada vez le hace mayor honor a ese chiste según el cual, después de las cuantiosas riquezas que Dios le había dado a su sitio natural, recibió reclamos de sus ángeles, alarmados por la generosidad sin par que había demostrado en la repartición a una tierra donde parecia no haber nada que fuera malo; Dios, desacostumbrado a escuchar reclamos, pero justo como corresponde, le respondió a los ángeles amotinados:
-No tienen de que preocuparse, en esa tierra van los venezolanos
Y entonces los ángeles respiraron con alivio.
Ese chiste, que lo hemos contado, repetido, comentado y reído en millones de oportunidades describe, en su lado peor, esto en lo que nos hemos convertido: una especie de jauría voraz a la que es imposible comprender, aunque se intente desde la profundidad de la academia más exigente o desde la frívola justificación de “aquí es así”
La verdad, lamentablemente, es que no somos capaces de entenderlo. No somos una masa uniforme, no somos una “forma de ser”, no somos una repetición de esquemas, no somos un grupo humano homogéneo y no tenemos mas fuerza que otros, ni menos indicios que nos culpabilicen. Puede que eso suene bien y le sirva a muchos. El problema es que viéndolo desde su lado más descarnado, no es bueno y no debería servirle a nadie.
Un país no se puede llenar a mansalva de gente que no quiere creer en el futuro labrado a pulso propio. Un país no puede abarrotarse de gente a la que le gusta ser enseñada a mendigar, ser acostumbrada a robar, imponer modas nefastas (que no tienen que ver con lo físico sino con el irrespeto) y que además ve con muy malos ojos el esfuerzo colectivo y el trabajo digno. Un país no puede construirse a punta de rumores. Un país no puede hacerse a cuenta de todo lo que les sobra a otros que ya fallaron en el intento. Un país no se hace desde twitter ni desde facebook, ni desde la comodidad acolchonada del sofá favorito de nuestra sala. Un país no empieza a construirse mañana porque hoy estoy ocupadísimo, ni se deja para otro día porque no divierte.
Pero, sobre todo, un país no se construye sobre una muerte Un país no se construye sobre una maldición, ni a partir del deseo obsesivo de que otro venga y arregle los entuertos. Muy sencillo: Un país no se deja en manos de Dios, a menos que su destino irreversible sea partirse en dos mitades que se hundan al mismo tiempo en un océano de lodo.

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