
Esa quizás sea la parte más difícil de entender. Una mayoría de nuestros interlocutores, tienen la suerte de haber recibido una educación casi exquisita, en donde el valor del pensamiento propio y la capacidad para discernir opciones que lo ubiquen cerca de las cosas buenas de la vida, es base de todas sus acciones. Por eso estamos tan enredados: nosotros hablamos casi siempre a la misma gente. Nosotros hablamos, casi siempre, con nosotros mismos. Y nosotros mismos no podemos entender lo que sucede.
No podemos entenderlo porque, básicamente, es imposible
aceptar que una persona cualquiera prefiera ser buhonero (me perdonan, pero el
tema recurrente de la economía informal, ilustra perfectamente la hecatombe que
ya ocurrió) o prefiera cuadrarse con un régimen que limita – o destruye – sus
libertades a cambio de casa y comida. Entonces, para evitar tener que aceptar
todo lo que altera nuestro “derredor”, calificamos la crisis de tantas maneras
como presentaciones tenga. Entre tanto, el país sigue su rumbo. O debería
decir, sigue su caída libre. Como si fuéramos los actores de Asia y El Lejano
Oriente (la preclara farsa que Chocron estrenó en 1964) nos limitamos a
producir manifiestos - cuando los producimos - pero nos preparamos por si acaso toca aceptar
lo inevitable. Revisamos con avidez las
encuestas (por cierto, a fecha de hoy, bastante desalentadoras) y pontificamos,
sin descanso, sobre los errores que
cometen nuestros comandos de campaña.
¿Por qué lo hacemos? Porque seguimos empeñados en el tema
electoral. Hemos convertido las elecciones en la única salida, en la solución
que no acepta opciones. Lo hacemos porque esencialmente somos demócratas, lo
hacemos porque esencialmente vivimos una buena parte de nuestras vidas votando
cada 5 años para elegir presidente y lo hacemos porque esencialmente, confiamos
que en algún momento, de tanto votar, la ley de
probabilidades nos dará la razón. Ningún país en el mundo, creo yo, ha
asistido tantas veces a las urnas electorales en tan poco tiempo como nosotros. Pero, ningún país en el mundo ha
vivido esos procesos con tan poca fe en sus instituciones. Eso permite que un
tercer sector, que no cree en nada ni en nadie, tenga la sartén por el mango y
el mango también. Un tercer sector que no está organizado, no tiene cara
propia, recibe nombres que varían de acuerdo a la necesidad del momento (han
sido NINIs, No Alineados, Independientes, Sociedad Civil, Indignados y un largo
etcétera) y en realidad es el sector de la población a quienes el futuro les
preocupa menos, probablemente, porque tienen alternativas que los resuelva.
No son los ricos de toda riqueza, (esos ya se fueron) ni son la clase media
alta instruida (esos van y vienen y un día de estos no vendrán más) Son la
clase media, media. Una clase educada, con posibilidades de trabajo en el
exterior, con opciones de becas, con ganas de aventura y con edad como para
empezar en cualquier pedazo de este inmenso globo terráqueo que los reciba. Es
en las manos de ellos que está el principio de la solución. Y no porque sus
votos sean indispensables (que si lo son) también porque sus talentos, sus
esfuerzos y sus ideas, seguramente serán las únicas que logren sentarse a la
mesa del gigantesco acuerdo de cooperación que tendremos que inventar dentro de
poco.
Sólo me permito recordar algo que ya dije: ellos,
precisamente ellos, no creen en nada ni en nadie.
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