De las pérdidas que más lamento en la vida, aquella costumbre
venezolana de estudiar, de cuando en
cuando, la “identidad nacional” está
posiblemente en el tope de la lista. A veces, salía de esos estudios extraños
alguna conclusión que parecía verdadera y por ahí nos íbamos. Ya nadie lo hace
y créanme que lo lamento. Nunca lo he sentido tan urgente: El nivel de
deterioro, gestándose desde mucho antes del nacimiento de la V Republica, ha
reventado en nuestras caras. Alcanza niveles realmente pavorosos que no son
nuevos ni desconocidos. Si volvemos sobre ellos es porque estamos demostrando
que por optimistas, nos enfrentamos y salimos derrotados.
Es una pena. Podría pensarse que me sumo al grupo de los que
quieren apagar las luces que otros ven en el camino y no es cierto - aclaro
rápidamente- . Me sumo al grupo de los que creen que ver luces no es suficiente.
Hay tal cantidad de calamidades amontonándosele al futuro que lo mejor sería
empezar por entender, a un nivel de conciencia profundo, lo que nadie ha
entendido todavía: Lo que somos.
A partir de ahí, todo podría empezar a ser posible. Un
“pueblo” no se convierte en trabajador y honesto si no se le enseña a serlo. No
reconoce el futuro como una posibilidad certera, si no se le explica conscientemente que el
futuro incluye tanto votar como arrimarle al mingo. La tesis de la
gobernabilidad complicada - pero posible
- o la que sostiene que “ellos” entregaran el poder y “nosotros” empezaremos de
inmediato a meterlos presos, es tan irreal como la tesis del hundimiento
definitivo. Aunque esta última puede que sea un poco mas cierta.
Comprender la venezolanidad, o al menos nuestro escatológico
presente, (tarea que por lo demás no es asunto que se resuelva en un blog
aficionado) es algo de lo que no podemos continuar huyendo. No se trata de
repetir que somos una cosa que no existe pues las evidencias nos desbordan: Somos
espacios que poco a poco van cediendo su dominio a las pintas insultantes, a
las ventas de salchicha, a los infractores del tránsito, a los motorizados que
convierten sus motos en autobuses de la carencia, a los orines rancios y a la basura.
Somos el vecino que nos atormenta con su música, somos el trabajador de la
panadería que no responde los buenos días y el cajero de banco que esconde en
cuentas secretas lo que sobra del pago de las pensiones. Somos un interminable venga–más-tarde-eso-no-se-puede-yo-no-lo-hago.
Somos protesta callejera, terreno invadido, calibre 38, buhonero hambriento, secuestro
express y supervivencia obligada. Somos dolor taponeado y presente a
carcajadas.
A lo mejor, desde la
docta academia o desde la simple comprensión, eso sea explicable. Las
opciones, que siempre fueron muy
escasas, han ido cercándonos. Hoy es imposible comprender lo que sucede.
Simplemente, aventuramos teorías. Lo bueno de hacerlo es que alguna vez,
(espero que pronto) alguna de estas teorías atinará en sus postulados. Lo malo
es que hasta ahora, todas esas teorías parecen circular alrededor de los
cuentos del Dr. Marquina o el sensacionalismo de una periodista que se permite
a si misma ser conocida por el mote de La Bicha.
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