Entre tanto, chapoteamos en la descomposición social más
tenebrosa que se ha visto en estos lados del mundo desde hace mucho rato. Una descomposición que se resume en una sola
palabra, en una sola falta: respeto. Base y principio de cualquier intento de
convivencia humana.
Los ejemplos, listados y mencionados sin ninguna cortedad,
dejan la evidencia incompleta. Basta pasear por nuestras ciudades - algunas con más suerte que otras - para
constatar que perdimos algo importante que nos permitía relacionarnos con
gentileza o, que nunca fuimos tan
amables como creyeron nuestros ojos infantiles y lo escribió Teresa de la
Parra.
Supongo que tenía que llegar a esa conclusión con la misma
fuerza con que mis cabellos se han puesto blancos y por la misma razón por la
que lo hicieron los de mi padre. Pero, lo siento verdad. Una verdad de la que nos reímos, una verdad
que hemos convertido en chiste, una verdad que en lugar de impactarnos como debería, es
sacudida de su estorboso asiento, con una carcajada de compasión. Lo cierto es que lo irrespetamos todo: el
talento creativo de otros, el derecho al silencio de otros, el espacio en que habita el otro, el aire que
respira el otro. Ponemos en juego la vida de nuestros hijos aun cuando existen
leyes que podrían impedirlo y, a pesar de lo que muchos creen y predican, no
estamos preparados para rasgar nuestras vestiduras cuando sea necesario. Es
posible que estemos listos para defender la inmediatez de lo que tenemos cerca
y nos duele, pero poco más. El concepto de comunidad, perdido desde hace
tiempo, se antoja irrecuperable. Si comunidad significa el otro, sencillamente
no nos importa, a menos que sea portador de un beneficio y entonces su
protagonismo, casual, finalizará al cumplir su cometido. Esa tendencia, presente en la
mayoría de las sociedades de hoy, se maximiza al estar permeada por los
vaivenes de una convivencia en donde ni
las leyes se hacen para ser respetadas,
ni el ciudadano reconoce en el otro a algo más que un enemigo potencial.
Después de todo, es imposible hablar de respeto si la vida de
cada uno de nosotros, en realidad, alcanza a costar 20 dólares, negociables.
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