Empecemos pues por el periodismo criollo. Esa cosa
omnipresente ante la que muchos sudamos cuando debemos considerarla seria. En
un reciente y extraordinario artículo, el escritor Alberto Barrera, explicaba
el fenómeno de la rumorología, echándole la culpa a la falta de información
“oficial” que la contrarreste. Hay una gran certeza en ese juicio, sólo que le
falta un ingrediente fundamental: a la falta de información oficial veraz, hay
que sumarle la ligereza y ansia de protagonismo de los contadores de la noticia.
Yo lo lamento mucho, pero es imposible que sea seria una periodista que se sienta
en un canal de TV a contar sus miserias más intimas, autoproclamarse perseguida
e invocar la luz divina, mientras permite que le digan LA BICHA. O, que la
fuente de información más confiable que tenemos, es un medico de provincias que
ejerce en un oscuro pueblo de Florida llamado Naples (menos conocido que San
Rafael de Ejido) y que de pronto, parece haberse adueñado de los poderes
paranormales de José Gregorio Hernández.
Un poco más en el borde de lo aceptable, pero extensamente discutible, es la labor de
ministro de Información no oficial que ha asumido Nelson Bocaranda, un
periodista famoso, entre otras cosas, por su afilada lengua y su interminable
colección de chistes de todo tipo.
Probablemente, no obstante, este reducto imposible de información sea la
única cosa más o menos acertada que existe en el presente. Sin embargo, y para
hacer honor a la profesión, tampoco debería parecernos seria.
La información entonces, se traslada enteramente a los
rumores y en eso, sin que me pese repetirlo por quincuagésima vez, nadie ni
nada parece ganarle a Twitter. Las cosas que ruedan de trino en trino, son tan
escabrosamente patéticas que posiblemente sea una sana opción mantenerse un
poco lejos del “pajarito”. Simplemente, es verdad que todo aquel interesado en
el devenir de Venezuela, tiene en Twitter
un lugar gratuito para enterarse
de todas las mentiras que quiera repetir.
¿Qué es lo qué nos pasa? ¿Por qué nos dejamos ganar por el
rumor? ¿Cuál es la fascinación de la mala noticia? Tal vez esas preguntas
podrían responderse sesgadamente, en nuestra
inexistente prensa del corazón. Por ejemplo, las malas noticias relativas a la
enfermedad del presidente y nuestra curiosidad - convertida en derecho - llena
las horas que otras culturas menos creativas, dedican a la vida de sus ricos y
famosos. Quizás lo que suceda es que la fama y la riqueza, en Venezuela, siempre han estado muy asociadas al poder
político. En Japón, por ejemplo, donde
los emperadores han vivido, desde
siempre, una existencia totalmente
alejada de sus súbditos, nunca o casi nunca, se hacen públicas las dolencias de
Akihito o de algún otro miembro de la familia imperial. Algunas veces, un
escueto comunicado “de palacio” anuncia (mas a la prensa extranjera que a los
nacionales) que el emperador ira a una clínica por algún motivo o que recibe
tratamiento en Palacio. Poco más. Es el
mundo occidental, entrépito como pocos, el que piensa que cada dolor de sus
gobernantes, debe ser públicamente
comentado entres otras cosas, sólo para que todos nos convírtamos en marujas, ansiosas de satisfacer
una curiosidad morbosa que súbitamente se convierte en inalienable
derecho. Un derecho que choca
estrepitosamente con el derecho de los demás a vivir sus enfermedades en la
privacidad de su intimidad y en la paz de su hogar y su entorno.
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